Por primera vez en muchos días soplaba una leve brisa, cuya cálida lengua lamía la
piel maltratada por el sol. El anciano carpintero alzó el martillo y golpeó tres veces más
la pata de la mesa que estaba fabricando, hasta que quedó bien sujeta. Hubo un
tiempo, casi tan olvidado como la mayor parte de las tradiciones ancestrales, en que
sus manos trataban la madera para confeccionar todo tipo de máscaras y abalorios,
utilizados en las danzas rituales del clan al que pertenecía. Ahora, el propósito de su
trabajo, influenciado por los aires modernos que procedían del hombre blanco, era
más pragmático: la fabricación de muebles.
Meditabundo, el viejo Ndongo soltó las herramientas, examinó la mesa y, una
vez consideró que realmente había concluido la reparación, se levantó para apartarla
hacia un rincón del taller hasta que su dueño acudiera a recogerla. Desde su asiento,
el joven Nga le observaba con suma atención, estudiando cada movimiento, cada
maniobra, como el aprendiz que desea emular a su maestro.
Ndongo cruzó una mirada con Nga, en cuyo rostro infantil se reconocía un
hermoso compendio de los rasgos angoleños más característicos, y sonrió mientras se
sacudía el serrín de las manos y echaba a un lado con las sandalias las virutas que
salpicaban el suelo de tierra. Luego se asomó a la puerta durante apenas un minuto -
la calle era transitada por algún que otro viandante que paraba en los tenderetes para
aprovisionarse de fruta y hortalizas-, y suspiró antes de volver a su puesto de trabajo.
Pero esta vez, para relajarse un poco, retomó la construcción de esa cometa
que tenía abandonada en la pared desde la semana anterior. Inspeccionó su
estructura, con forma de rombo, cerciorándose de que era suficientemente fuerte para
soportar la tensión de la lona, y se aprestó a seguir cosiéndola para que estuviera
preparada para volar.
-En mis sueños, a veces siento que estoy volando –prorrumpió Nga, con el
semblante serio, muy recto sobre el respaldo de su silla-. Pero no como si fuera un
pájaro, con los brazos extendidos como alas.
-¿Cómo entonces? –preguntó el anciano. Y, al fruncir el ceño, la frente y el
cerco de los ojos se le arrugaron en una infinidad de fisuras negras, por lo que sus
ojos blancos y cansados resaltaron aún más.
-Vuelo como una cometa, como tú me has dicho que vuelan las cometas.
-Cuéntamelo.
-Vuelo con el viento, siguiendo las corrientes, como si caminara por senderos
sinuosos que se retuercen sobre sí mismos.
-Así vuelan las cometas –corroboró Ndongo, con una amplia sonrisa que dejó
al descubierto su irregular dentadura-, a expensas del viento.
-¿Y por qué construyes cometas, abuelo? Aquí casi nunca hace viento para
poder hacer que vuelen…
-Casi nunca, es cierto –respondió el anciano ante la objeción del chico, al
tiempo que aseguraba las costuras en los vértices. Por un instante, miró hacia el
exterior, donde la fuerza del aire seguía creciendo-. Pero hoy sería un buen día para
intentarlo. De todas formas, lo hago porque me tranquiliza y me distrae. Supone un
rato de descanso, entre un encargo y otro. Un día, cuando viajé a la ciudad, vi a un
niño blanco tratando de hacer volar una cometa en el parque. Naturalmente, no lo
consiguió, porque tampoco entonces corría viento. Pero se me quedó grabada en la
memoria la imagen de ese artefacto, con una larga cola de color, sostenida por un
largo cordel de hilo que se desenrollaba a medida que ascendía… Desde entonces,
empecé a construir cometas.
-¿Para qué? –insistió Nga, que no terminaba de comprenderle.
-Ya te lo he dicho, para distraerme y hacer más ameno el trabajo.
-¿No las haces para que vuelen?
-¿Tú crees que volarán? –inquirió Ndongo a su nieto después de una pausa
que prolongó intencionadamente-. Habría que probar. Hoy sería un buen día para
probarlo.
Nga bajó la mirada, apesadumbrado, alicaído de repente como si hubiera
perdido todo el entusiasmo que llenaba su vida. Pero, cada vez que bajaba la mirada,
volvía a subirla en seguida, porque abajo sólo veía lo que menos le gustaba ver.
-Yo jamás podré hacer volar una cometa, aunque haga mucho viento.
-Nga, eso no es verdad. Si tú has volado como una cometa en tu imaginación,
podrás hacer volar una en persona. Todo lo que te propongas –aseveró clavándose el
dedo índice de la mano derecha en la sien, para luego señalar hacia el niño con
vehemencia-, lo puedes hacer realidad. No lo dudes.
-¿Cómo voy a hacerlo? –protestó el niño con un gesto de dolor-. Eh, dime,
abuelo, ¿cómo voy a hacerlo?
Ndongo y Nga se miraron de hito en hito. El viejo artesano se fijó en las
cicatrices que cubrían las piernas del chico, en los muñones en que terminaban,
apoyados sobre la tabla de la silla. Dos años antes, cuando jugaba en el campo,
mientras iba a por agua a un pozo, el peso de su frágil cuerpo activó el resorte de una
mina antipersonal enterrada entre la maleza y ésta estalló, arrancándole ambas
extremidades. Afortunadamente, el hecho de ir corriendo le permitió no perder también
la vida.
-Yo te ayudaré.
Seleccionado en el II Certamen de Relatos Cortos Abaco
para su inclusión en la antología Pequeños grandes cuentos
José Angel Muriel González
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